CHICAGO, 22 de octubre de 2005 (ZENIT.org).-
Una cuarta parte de los adultos norteamericanos entre 18 y 35 años han
crecido en familias divorciadas. El impacto del divorcio en ellos es el hilo
conductor de un nuevo libro, «Between Two Worlds: The Inner Lives of Children
of Divorce» (Entre dos Mundos: las Vidas Íntimas de los Hijos del Divorcio)
(Crown Publishers).
La autora, Elizabeth Marquardt, entrevistó a 1.500 adultos jóvenes tanto de
familias divorciadas como de familias intactas, y llevó a cabo entrevistas en
profundidad con más de 70 de ellos. Su conclusión: «Aunque el divorcio es
en ocasiones necesario, no existe ninguno que pueda ser calificado como un
buen divorcio».
Marquardt reconoce que los hijos en los matrimonios con grandes conflictos, o
en situaciones donde hay violencia, se benefician con el divorcio. Tales
casos, sin embargo, implican sólo a un tercio de los divorcios, y los hijos
de los matrimonios con conflictos de baja intensidad acaban peor tras el
divorcio. Y, aunque hace notar que la mayoría de los padres se toma en serio
la decisión de divorciarse, Marquardt les anima a intentar preservar, incluso
con más insistencia, sus matrimonios, dado el coste que implica para sus
hijos.
Incluso si un divorcio es amistoso, y la pareja mantiene una buena relación
tras la separación, e incluso aunque sigan queriendo y cuidando a sus hijos,
esto no elimina «la reestructuración radical del universo del niño»,
sostiene la autora.
El momento en el que los padres se separan es sólo el comienzo de la
reestructuración. Cerca de dos tercios de los hijos del divorcio
entrevistados por Marquardt dicen que sintieron que crecían en dos familias,
en vez de en una. Crecer en dos mundos crea toda una serie de problemas,
comenzando por el hecho de que ambos padres ya no son «residentes», o una
parte de la familia.
Mundos paralelos
En el matrimonio, explica Marquardt, los padres suelen tener sus diferencias,
pero trabajan juntos por superarlas y tratan de dar a la vida familia una
unidad. Pero un divorcio suele empujar a los ex cónyuges a definirse a sí
mismos en oposición al otro. De ahí que las creencias y valores de los dos
padres, en lugar de lograr un equilibrio, existan en paralelo, creando para
los hijos contrastes y conflictos, en vez de unidad.
Tras la ruptura, el conflicto entre los ex cónyuges puede quedar ya cerrado,
pero el conflicto entre los dos mundos es todavía muy vivo, observa
Marquardt. En contraste, un hijo en una familia unida no tiene que pasar mucho
tiempo ni esforzarse en reconciliar las diferencias entre los dos padres, y
puede concentrarse en gozar de su vida diaria.
De esta forma, los hijos de las parejas divorciadas se ven forzados a entrar
en un mundo adulto de responsabilidades y preocupaciones a una edad muy
temprana. Las entrevistas de Marquardt han revelado que, incluso entre
aquellos niños cuyos padres han llevado bien su divorcio (en términos de
reducir el impacto en sus hijos), cerca de la mitad coincidieron en que se
sintieron siempre como adultos, incluso aunque fueran muy jóvenes. Esta
proporción alcanza los dos tercios entre los hijos cuyos padres tuvieron
divorcios más problemáticos.
Tras el divorcio, muchos de los niños sintieron que tenían la
responsabilidad de proteger a sus madres, y un sustancial número de ellos
tuvo que asumir mayores deberes a la hora de cuidar a sus hermanos. Esto también
ocurre en las familias en las que un progenitor muere o está gravemente
enfermo; la diferencia con el divorcio estriba en que los hijos saben que esto
ocurre como resultado de una elección voluntaria por parte de al menos uno de
los progenitores.
La forma en que tiene lugar el divorcio también suele herir a los hijos,
cuenta Marquardt. En una situación ideal, los padres reunirían a los hijos y
explicarían cuidadosamente cada cosa, y los tranquilizarían sobre el futuro.
Sin embargo, la ruptura de un matrimonio suele ser confusa y caótica,
haciendo difícil que los padres organicen bien el anuncio inicial a sus
hijos, informa la autora.
Además, los adultos suelen ser vulnerables y estar apenados o bajo shock.
Puede ser duro para los hijos ver a sus padres en esta situación. Y esto
también significa que, precisamente cuando los hijos tienen necesidad de ser
reconfortados, es cuando menos pueden volverse a sus padres buscando apoyo.
Surgen otros problemas en el periodo tras el divorcio, cuando los hijos tienen
que enfrentarse a los conflictos y críticas entre los ex-cónyuges. Los
adultos jóvenes que crecieron en familias divorciadas le confesaron a
Marquardt cómo se sentían obligados a ser cuidadosos con lo que decían a
cada progenitor respecto del otro. Dicha información podía conducir a
lastimar sentimientos o cosechar críticas sobre el otro progenitor.
Forjar valores
El libro de Marquardt se centra en el impacto del divorcio en las vidas
morales de los hijos. Los hijos sienten un conflicto cuando experimentan
valores y modos de vida diferentes en cada uno de los hogares de los
progenitores separados. El resultado es que los hijos han de forjar sus
propios valores y creencias, sostiene la autora.
Normalmente, los hijos absorben los valores de sus padres en un proceso
natural y gradual, sin tener que hacer un esfuerzo consciente. Es cierto que
suele haber diferencias entre los padres, pero en conjunto los hijos ven a los
valores de sus padres como complementarios. Y los padres normalmente trabajan
unidos, respaldándose su autoridad el uno al otro.
Sin embargo, los jóvenes adultos estudiados por Marquardt raramente pensaron
en los valores de sus padres como en algo unificado. Las diferencias en
asuntos pequeños como las rutinas del hogar o las normas de disciplina, o en
temas más importantes como los valores morales y las ambiciones para sus
hijos, se separaron más aún tras el divorcio. Esto lleva a que los hijos se
sientan confundidos, y se enfrenten a la tarea de construir sus propios
valores en medio de este conflicto.
Las diferencias entre los dos hogares van mucho más allá de una situación
social incómoda, donde no deseamos ofender a nadie, comenta Marquardt. Los
conflictos se dan entre las dos personas más importantes para la vida de un
niño – y estas señales cruzadas se dirigen a la esencia de la identidad
del niño.
Una consecuencia es que, de los hijos entrevistados, el 24% de los procedentes
de familias divorciadas dicen que no comparten los mismos valores morales que
sus padres. Y el 17% sintieron lo mismo de sus madres. Esto se puede comparar
con los hijos de las familias intactas, donde sólo el 6% dicen que no
comparten los mismos valores que sus padres.
Al preguntarles de quién adquirieron el sentido de lo correcto e incorrecto,
los hijos de divorciados nombraban a las madres, y rara vez a los padres. Al
exigírseles a estos niños que forjaran sus propios valores, concluye
Marquardt, se explica por qué tienen índices más altos de problemas como el
consumo de sustancias, embarazos adolescentes y delincuencia.
Otro descubrimiento del estudio es que los jóvenes adultos de hoy que fueron
hijos de divorciados son menos religiosos en general de lo que lo son los
provenientes de familias intactas. En ocasiones, el sufrimiento causado por el
divorcio de sus padres les llevó a cuestionar su fe en Dios. Otros intentan
motivarse buscando respuestas a sus dudas en la fe religiosa, pero el proceso
puede convertirse en una lucha.
En general, los adultos jóvenes de familias divorciadas son menos propensos a
ser religiosos o a practicar su fe que aquellos provenientes de familias
intactas. Son también más propensos a dudar de la sinceridad de la fe sus
padres.
Marquardt concluye observando que los hijos requieren matrimonios fuertes y
duraderos para tener el hogar seguro que necesitan para crecer. No son como
una propiedad que se pueda dividir, sino que necesitan amor, estabilidad y guía
moral. Esto significa que hay que cambiar nuestra forma de pensar sobre el
matrimonio. Los progenitores, abogaba ella, no sólo deben amar a sus hijos,
sino también deben amarse y perdonarse el uno al otro, para mantener una
familia que dure toda la vida.
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APADESHI