JOSEPH CARDENAL RATZINGER - PAPA
Benedicto XVI
CARTA A LOS OBISPOS DE LA IGLESIA CATÓLICA SOBRE LA COLABORACIÓN DEL HOMBRE
Y LA MUJER EN LA IGLESIA Y EL MUNDO
INTRODUCCIÓN
1.Experta en humanidad, la Iglesia ha estado siempre interesada en todo lo que
se refiere al hombre y a la mujer. En estos últimos tiempos se ha reflexionado
mucho acerca de la dignidad de la mujer, sus derechos y deberes en los
diversos sectores de la comunidad civil y eclesial. Habiendo contribuido a la
profundización de esta temática fundamental, particularmente con la enseñanza
de Juan Pablo II,1 la Iglesia se siente ahora interpelada por
algunas corrientes de pensamiento, cuyas tesis frecuentemente no coinciden con
la finalidad genuina de la promoción de la mujer.
Este documento, después de una breve presentación y valoración crítica de
algunas concepciones antropológicas actuales, desea proponer reflexiones
inspiradas en los datos doctrinales de la antropología bíblica, que son
indispensables para salvaguardar la identidad de la persona humana. Se trata
de presupuestos para una recta comprensión de la colaboración activa
del hombre y la mujer en la Iglesia y el mundo, en el reconocimiento de su
propia diferencia. Las presentes reflexiones se proponen, además, como punto
de partida de profundización dentro de la Iglesia, y para instaurar un diálogo
con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, en la búsqueda sincera de
la verdad y el compromiso común de desarrollar relaciones siempre más
auténticas.
I. EL PROBLEMA
2.En los últimos años se han delineado nuevas tendencias para afrontar la
cuestión femenina. Una primera tendencia subraya fuertemente la condición de
subordinación de la mujer a fin de suscitar una actitud de contestación. La
mujer, para ser ella misma, se constituye en antagonista del hombre. A los
abusos de poder responde con una estrategia de búsqueda del poder. Este
proceso lleva a una rivalidad entre los sexos, en el que la identidad y el rol
de uno son asumidos en desventaja del otro, teniendo como consecuencia la
introducción en la antropología de una confusión deletérea, que tiene su
implicación más inmediata y nefasta en la estructura de la familia.
Una segunda tendencia emerge como consecuencia de la primera. Para evitar
cualquier supremacía de uno u otro sexo, se tiende a cancelar las diferencias,
consideradas como simple efecto de un condicionamiento histórico-cultural. En
esta nivelación, la diferencia corpórea, llamada sexo, se minimiza,
mientras la dimensión estrictamente cultural, llamada género, queda
subrayada al máximo y considerada primaria. El obscurecerse de la diferencia o
dualidad de los sexos produce enormes consecuencias de diverso orden. Esta
antropología, que pretendía favorecer perspectivas igualitarias para la mujer,
liberándola de todo determinismo biológico, ha inspirado de hecho ideologías
que promueven, por ejemplo, el cuestionamiento de la familia a causa de su
índole natural bi-parental, esto es, compuesta de padre y madre, la
equiparación de la homosexualidad a la heterosexualidad y un modelo nuevo de
sexualidad polimorfa.
3. Aunque la raíz inmediata de dicha tendencia se coloca en el contexto de la
cuestión femenina, su más profunda motivación debe buscarse en el tentativo de
la persona humana de liberarse de sus condicionamientos biológicos.2
Según esta perspectiva antropológica, la naturaleza humana no lleva en sí
misma características que se impondrían de manera absoluta: toda persona
podría o debería configurarse según sus propios deseos, ya que sería libre de
toda predeterminación vinculada a su constitución esencial.
Esta perspectiva tiene múltiples consecuencias. Ante todo, se refuerza la idea
de que la liberación de la mujer exige una crítica a las Sagradas Escrituras,
que transmitirían una concepción patriarcal de Dios, alimentada por una
cultura esencialmente machista. En segundo lugar, tal tendencia consideraría
sin importancia e irrelevante el hecho de que el Hijo Dios haya asumido la
naturaleza humana en su forma masculina.
4. Ante estas corrientes de pensamiento, la Iglesia, iluminada por la fe en
Jesucristo, habla en cambio de colaboración activa entre el hombre y la
mujer, precisamente en el reconocimiento de la diferencia misma.
Para comprender mejor el fundamento, sentido y consecuencias de esta
respuesta, conviene volver, aunque sea brevemente, a las Sagradas Escrituras,
—ricas también en sabiduría humana— en las que la misma se ha manifestado
progresivamente, gracias a la intervención de Dios en favor de la humanidad.3
II. LOS DATOS FUNDAMENTALES
DE LA ANTROPOLOGÍA BÍBLICA
5.Una primera serie de textos bíblicos a examinar está constituida por los
primeros tres capítulos del Génesis. Ellos nos colocan «en el contexto de
aquel ‘‘principio'' bíblico según el cual la verdad revelada sobre el hombre
como ‘‘imagen y semejanza de Dios'' constituye la base inmutable de toda la
antropología cristiana».4
En el primer texto (Gn 1,1-2,4), se describe la potencia creadora de la
Palabra de Dios, que obra realizando distinciones en el caos primigenio.
Aparecen así la luz y las tinieblas, el mar y la tierra firme, el día y la
noche, las hierbas y los árboles, los peces y los pájaros, todos «según su
especie». Surge un mundo ordenado a partir de diferencias, que, por otro lado,
son otras tantas promesas de relaciones. He aquí, pues, bosquejado el cuadro
general en el que se coloca la creación de la humanidad. «Y dijo Dios: Hagamos
al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra... Creó, pues, Dios al
ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, hombre y mujer los creó» (Gn
1,26-27). La humanidad es descrita aquí como articulada, desde su primer
origen, en la relación de lo masculino con lo femenino. Es esta humanidad
sexuada la que se declara explícitamente «imagen de Dios».
6.La segunda narración de la creación (Gn 2,4-25) confirma de modo
inequívoco la importancia de la diferencia sexual. Una vez plasmado por Dios y
situado en el jardín del que recibe la gestión, aquel que es designado
—todavía de manera genérica— como Adán experimenta una soledad, que la
presencia de los animales no logra llenar. Necesita una ayuda que le
sea adecuada. El término designa aquí no un papel de subalterno sino una ayuda
vital.5 El objetivo es, en efecto, permitir que la vida de Adán
no se convierta en un enfrentarse estéril, y al cabo mortal, solamente
consigo mismo. Es necesario que entre en relación con otro ser que se halle a
su nivel. Solamente la mujer, creada de su misma «carne» y envuelta por su
mismo misterio, ofrece a la vida del hombre un porvenir. Esto se verifica a
nivel ontológico, en el sentido de que la creación de la mujer por parte de
Dios caracteriza a la humanidad como realidad relacional. En este encuentro
emerge también la palabra que por primera vez abre la boca del hombre, en una
expresión de maravilla: «Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi
carne» (Gn 2,23).
En referencia a este texto genesíaco, el Santo Padre ha escrito: «La mujer
es otro ‘‘yo'' en la humanidad común. Desde el principio aparecen [el
hombre y la mujer] como ‘‘unidad de los dos'', y esto significa la superación
de la soledad original, en la que el hombre no encontraba ‘‘una ayuda que
fuese semejante a él'' (Gn 2,20). ¿Se trata aquí solamente de la
‘‘ayuda'' en orden a la acción, a ‘‘someter la tierra'' (cf Gn 1,28)?
Ciertamente se trata de la compañera de la vida con la que el hombre se puede
unir, como esposa, llegando a ser con ella ‘‘una sola carne'' y abandonando
por esto a ‘‘su padre y a su madre'' (cf Gn 2,24)».6
La diferencia vital está orientada a la comunión, y es vivida serenamente tal
como expresa el tema de la desnudez: «Estaban ambos desnudos, el hombre y su
mujer, pero no se avergonzaban uno del otro» (Gn 2, 25).
De este modo, el cuerpo humano, marcado por el sello de la masculinidad o la
femineidad, «desde ‘‘el principio'' tiene un carácter nupcial, lo que quiere
decir que es capaz de expresar el amor con que el hombre-persona se hace don,
verificando así el profundo sentido del propio ser y del propio existir».7
Comentando estos versículos del Génesis, el Santo Padre continúa: «En esta
peculiaridad suya, el cuerpo es la expresión del espíritu y está llamado, en
el misterio mismo de la creación, a existir en la comunión de las personas ‘‘a
imagen de Dios''».8
En la misma perspectiva esponsal se comprende en qué sentido la antigua
narración del Génesis deja entender cómo la mujer, en su ser más profundo y
originario, existe «por razón del hombre» (cf 1Co 11,9): es una
afirmación que, lejos de evocar alienación, expresa un aspecto fundamental de
la semejanza con la Santísima Trinidad, cuyas Personas, con la venida de
Cristo, revelan la comunión de amor que existe entre ellas. «En la ‘‘unidad de
los dos'' el hombre y la mujer son llamados desde su origen no sólo a existir
‘‘uno al lado del otro'', o simplemente ‘‘juntos'', sino que son llamados
también a existir recíprocamente, ‘‘el uno para el otro... El texto del
Génesis 2,18-25 indica que el matrimonio es la dimensión primera y, en
cierto sentido, fundamental de esta llamada. Pero no es la única. Toda la
historia del hombre sobre la tierra se realiza en el ámbito de esta llamada.
Basándose en el principio del ser recíproco ‘‘para'' el otro en la
‘‘comunión'' interpersonal, se desarrolla en esta historia la integración en
la humanidad misma, querida por Dios, de lo ‘‘masculino'' y de lo
‘‘femenino''».9
La visión serena de la desnudez con la que concluye la segunda narración de la
creación evoca aquel «muy bueno» que cerraba la creación de la primera pareja
humana en la precedente narración. Tenemos aquí el centro del diseño
originario de Dios y la verdad más profunda del hombre y la mujer, tal como
Dios los ha querido y creado. Por más transtornadas y obscurecidas que estén
por el pecado, estas disposiciones originarias del Creador no podrán ser nunca
anuladas.
7.El pecado original altera el modo con el que el hombre y la mujer acogen y
viven la Palabra de Dios y su relación con el Creador. Inmediatamente después
de haberles donado el jardín, Dios les da un mandamiento positivo (cf Gn
2,16) seguido por otro negativo (cf Gn 2,17), con el cual se afirma
implícitamente la diferencia esencial entre Dios y la humanidad. En virtud de
la seducción de la Serpiente, tal diferencia es rechazada de hecho por el
hombre y la mujer. Como consecuencia se tergiversa también el modo de vivir su
diferenciación sexual. La narración del Génesis establece así una relación de
causa y efecto entre las dos diferencias: en cuando la humanidad considera a
Dios como su enemigo se pervierte la relación misma entre el hombre y la
mujer. Asimismo, cuando esta última relación se deteriora, existe el riesgo de
que quede comprometido también el acceso al rostro de Dios.
En las palabras que Dios dirige a la mujer después del pecado se expresa, de
modo lapidario e impresionante, la naturaleza de las relaciones que se
establecerán a partir de entonces entre el hombre y la mujer: «Hacia tu marido
irá tu apetencia, y él te dominará» (Gn 3,16). Será una relación en la
que a menudo el amor quedará reducido a pura búsqueda de sí mismo, en una
relación que ignora y destruye el amor, reemplazándolo con el yugo de la
dominación de un sexo sobre el otro. La historia de la humanidad reproduce, de
hecho, estas situaciones en las que se expresa abiertamente la triple
concupiscencia que recuerda San Juan, cuando habla de la concupiscencia de la
carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida (cf 1 Jn
2,16). En esta trágica situación se pierden la igualdad, el respeto y el amor
que, según el diseño originario de Dios, exige la relación del hombre y la
mujer.
8. Recorrer estos textos fundamentales permite reafirmar algunos datos
capitales de la antropología bíblica.
Ante todo, hace falta subrayar el carácter personal del ser humano. «De la
reflexión bíblica emerge la verdad sobre el carácter personal del ser humano.
El hombre —ya sea hombre o mujer— es persona igualmente; en efecto, ambos, han
sido creados a imagen y semejanza del Dios personal».10 La igual
dignidad de las personas se realiza como complementariedad física, psicológica
y ontológica, dando lugar a una armónica «unidualidad» relacional, que sólo el
pecado y las ‘‘estructuras de pecado'' inscritas en la cultura han hecho
potencialmente conflictivas. La antropología bíblica sugiere afrontar desde un
punto de vista relacional, no competitivo ni de revancha, los problemas
que a nivel público o privado suponen la diferencia de sexos.
Además, hay que hacer notar la importancia y el sentido de la diferencia de
los sexos como realidad inscrita profundamente en el hombre y la mujer. «La
sexualidad caracteriza al hombre y a la mujer no sólo en el plano físico, sino
también en el psicológico y espiritual con su impronta consiguiente en todas
sus manifestaciones».11 Ésta no puede ser reducida a un puro e
insignificante dato biológico, sino que «es un elemento básico de la
personalidad; un modo propio de ser, de manifestarse, de comunicarse con los
otros, de sentir, expresar y vivir el amor humano».12 Esta
capacidad de amar, reflejo e imagen de Dios Amor, halla una de sus expresiones
en el carácter esponsal del cuerpo, en el que se inscribe la masculinidad y
femineidad de la persona.
Se trata de la dimensión antropológica de la sexualidad, inseparable de la
teológica. La criatura humana, en su unidad de alma y cuerpo, está, desde el
principio, cualificada por la relación con el otro. Esta relación se presenta
siempre a la vez como buena y alterada. Es buena por su bondad originaria,
declarada por Dios desde el primer momento de la creación; es también alterada
por la desarmonía entre Dios y la humanidad, surgida con el pecado. Tal
alteración no corresponde, sin embargo, ni al proyecto inicial de Dios sobre
el hombre y la mujer, ni a la verdad sobre la relación de los sexos. De esto
se deduce, por lo tanto, que esta relación, buena pero herida, necesita ser
sanada.
¿Cuáles pueden ser las vías para esta curación? Considerar y analizar los
problemas inherentes a la relación de los sexos sólo a partir de una situación
marcada por el pecado llevaría necesariamente a recaer en los errores
anteriormente mencionados. Hace falta romper, pues, esta lógica del pecado y
buscar una salida, que permita eliminarla del corazón del hombre pecador. Una
orientación clara en tal sentido se nos ofrece con la promesa divina de un
Salvador, en la que están involucradas la «mujer» y su «estirpe» (cf Gn
3,15), promesa que, antes de realizarse, tendrá una larga preparación
histórica.
9.Una primera victoria sobre el mal está representada por la historia de Noé,
hombre justo que, conducido por Dios, se salva del diluvio con su familia y
las distintas especies de animales (cf Gn 6-9). Pero la esperanza de
salvación se confirma, sobre todo, en la elección divina de Abraham y su
descendencia (cf Gn 12,1ss). Dios empieza así a desvelar su rostro para
que, por medio del pueblo elegido, la humanidad aprenda el camino de la
semejanza divina, es decir de la santidad, y por lo tanto del cambio del
corazón. Entre los muchos modos con que Dios se revela a su pueblo (cf Hb
1,1), según una larga y paciente pedagogía, se encuentra también la
repetida referencia al tema de la alianza entre el hombre y la mujer. Se trata
de algo paradójico si se considera el drama recordado por el Génesis y su
reiteración concreta en tiempos de los profetas, así como la mezcla entre
sacralidad y sexualidad, presente en las religiones que circundaban a Israel.
Y sin embargo, este simbolismo parece indispensable para comprender el modo en
que Dios ama a su pueblo: Dios se hace conocer como el Esposo que ama a
Israel, su Esposa.
Si en esta relación Dios es descrito como «Dios celoso» (cf Ex 20,5;
Na 1,2) e Israel denunciado como esposa «adúltera» o «prostituta» (cf
Os 2,4-15; Ez16,15-34), el motivo es que la esperanza que se
fortalece por la palabra de los profetas consiste precisamente en ver cómo
Jerusalén se convierte en la esposa perfecta: «Porque como se casa joven con
doncella, se casará contigo tu edificador, y con gozo de esposo por su novia
se gozará por ti tu Dios» (Is62,5). Recreada «en justicia y en derecho,
en amor y en compasión» (Os 2,21), aquella que se alejó para buscar la
vida y la felicidad en los dioses falsos retornará, y a Aquel que le hablará a
su corazón, «ella responderá allí como en los días de su juventud» (Os
2,17), y le oirá decir: «tu esposo es tu Hacedor» (Is54,5). En
sustancia es el mismo dato que se afirma cuando, paralelamente al misterio de
la obra que Dios realiza por la figura masculina del Siervo, el libro de
Isaías evoca la figura femenina de Sión, adornada con una trascendencia y una
santidad que prefiguran el don de la salvación destinada a Israel.
El Cantar de los cantares representa sin duda un momento privilegiado
en el empleo de esta modalidad de revelación. Con palabras de un amor
profundamente humano, que celebra la belleza de los cuerpos y la felicidad de
la búsqueda recíproca, se expresa igualmente el amor divino por su pueblo. La
Iglesia no se ha engañado pues al reconocer el misterio de su relación con
Cristo, en su audacia de unir, mediante las mismas expresiones, aquello que
hay de más humano con aquello que hay de más divino.
A lo largo de todo el Antiguo Testamento se configura una historia de
salvación, que pone simultáneamente en juego la participación de lo masculino
y lo femenino. Los términos esposo y esposa, o también alianza, con los que se
caracteriza la dinámica de la salvación, aun teniendo una evidente dimensión
metafórica, representan aquí mucho más que simples metáforas. Este vocabulario
nupcial toca la naturaleza misma de la relación que Dios establece con su
pueblo, aunque tal relación es más amplia de lo que se puede captar en la
experiencia nupcial humana. Igualmente, están en juego las mismas condiciones
concretas de la redención, en el modo con el que oráculos como los de Isaías
asocian papeles masculinos y femeninos en el anuncio y la prefiguración de la
obra de la salvación que Dios está a punto de cumplir. Dicha salvación orienta
al lector sea hacia la figura masculina del Siervo sufriente que hacia aquella
femenina de Sión. Los oráculos de Isaías alternan de hecho esta figura con la
del Siervo de Dios, antes de culminar, al final del libro, con la visión
misteriosa de Jerusalén, que da a luz un pueblo en un solo día (cf Is
66,7-14), profecía de la gran novedad que Dios está a punto de realizar (cf
Is 48,6-8).
10.Todas estas prefiguraciones se cumplen en el Nuevo Testamento. Por una
parte María, como la hija elegida de Sión, recapitula y transfigura en su
femineidad la condición de Israel/Esposa, a la espera del día de su salvación.
Por otra parte, la masculinidad del Hijo permite reconocer cómo Jesús asume en
su persona todo lo que el simbolismo del Antiguo Testamento había aplicado al
amor de Dios por su pueblo, descrito como el amor de un esposo por su esposa.
Las figuras de Jesús y María, su Madre, no sólo aseguran la continuidad entre
el Antiguo y el Nuevo Testamento, sino que superan aquel. Como dice San Ireneo,
con el Señor aparece «toda novedad».13
Este aspecto es puesto en particular evidencia por el Evangelio de Juan. En la
escena de las bodas de Caná, por ejemplo, María, a la que su Hijo llama
«mujer», pide a Jesús que ofrezca como señal el vino nuevo de las bodas
futuras con la humanidad. Estas bodas mesiánicas se realizarán en la cruz,
dónde, en presencia nuevamente de su madre, indicada también aquí como
«mujer», brotará del corazón abierto del crucificado la sangre/vino de la
Nueva Alianza (cf Jn 19,25-27.34).14 No hay pues nada de
asombroso si Juan el Bautista, interrogado sobre su identidad, se presenta
como «el amigo del novio», que se alegra cuando oye la voz del novio y tiene
que eclipsarse a su llegada: «El que tiene a la novia es el novio; pero el
amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del novio.
Esta es, pues, mi alegría, que ha alcanzado su plenitud. Es preciso que él
crezca y que yo disminuya» (Jn 3,29-30).15
En su actividad apostólica, Pablo desarrolla todo el sentido nupcial de la
redención concibiendo la vida cristiana como un misterio nupcial. Escribe a la
Iglesia de Corinto por él fundada: «Celoso estoy de vosotros con celos de
Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta
virgen a Cristo» (2 Cor 11,2).
En la carta a los Efesios la relación esponsal entre Cristo y la Iglesia será
retomada y profundizada con amplitud. En la Nueva Alianza la Esposa amada es
la Iglesia, y —como enseña el Santo Padre en la Carta a las familias— «esta
esposa, de la que habla la carta a los Efesios, se hace presente en cada
bautizado y es como una persona que se ofrece a la mirada de su esposo: ‘‘Amó
a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para... presentársela
resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida,
sino que sea santa e inmaculada'' (Ef 5,25-27)».16
Meditando, por lo tanto, en la unión del hombre y la mujer como es descrita al
momento de la creación del mundo (cf Gn 2,24), el apóstol exclama:
«Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia» (Ef
5,32). El amor del hombre y la mujer, vivido con la fuerza de la gracia
bautismal, se convierte ya en sacramento del amor de Cristo y la Iglesia,
testimonio del misterio de fidelidad y unidad del que nace la «nueva Eva», y
del que ésta vive en su camino terrenal, en espera de la plenitud de las bodas
eternas.
11.Injertados en el misterio pascual y convertidos en signos vivientes del
amor de Cristo y la Iglesia, los esposos cristianos son renovados en su
corazón y pueden así huir de las relaciones marcadas por la concupiscencia y
la tendencia a la sumisión, que la ruptura con Dios, a causa del pecado, había
introducido en la pareja primitiva. Para ellos, la bondad del amor, del cual
la voluntad humana herida ha conservado la nostalgia, se revela con acentos y
posibilidades nuevas. A la luz de esto, Jesús, ante la pregunta sobre el
divorcio (cf Mt 19,1-9), recuerda las exigencias de la alianza entre el
hombre y la mujer en cuanto queridas por Dios al principio, o bien antes de la
aparición del pecado, el cual había justificado los sucesivos acomodos de la
ley mosaica. Lejos del ser la imposición de un orden duro e intransigente,
esta enseñanza de Jesús sobre el divorcio es efectivamente el anuncio de una
«buena noticia»: que la fidelidad es más fuerte que el pecado. Con la fuerza
de la resurrección es posible la victoria de la fidelidad sobre las
debilidades, sobre las heridas sufridas y sobre los pecados de la pareja. En
la gracia de Cristo, que renueva su corazón, el hombre y la mujer se hacen
capaces de librarse del pecado y de conocer la alegría del don recíproco.
12.«Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay...
ni hombre ni mujer», escribe S. Pablo a los Gálatas (Ga 3,27-28). El
Apóstol no declara aquí abolida la distinción hombre-mujer, que en otro lugar
afirma pertenecer al proyecto de Dios. Lo que quiere decir es más bien esto:
en Cristo, la rivalidad, la enemistad y la violencia, que desfiguraban la
relación entre el hombre y la mujer, son superables y superadas. En este
sentido, la distinción entre el hombre y la mujer es más que nunca afirmada, y
en cuanto tal acompaña a la revelación bíblica hasta el final. Al término de
la historia presente, mientras se delinean en el Apocalipsis de Juan «los
cielos nuevos» y «la tierra nueva» (Ap 21,1), se presenta en visión una
Jerusalén femenina «engalanada como una novia ataviada para su esposo» (Ap
21,20). La revelación misma se concluye con la palabra de la Esposa y del
Espíritu, que suplican la llegada del Esposo: «Ven Señor Jesús» (Ap
22,20).
Lo masculino y femenino son así revelados como pertenecientes
ontológicamente a la creación, y destinados por tanto a perdurar más
allá del tiempo presente, evidentemente en una forma transfigurada. De
este modo caracterizan el amor que «no acaba nunca» (1 Cor 13,8), no
obstante haya caducado la expresión temporal y terrena de la sexualidad,
ordenada a un régimen de vida marcado por la generación y la muerte. El
celibato por el Reino quiere ser profecía de esta forma de existencia futura
de lo masculino y lo femenino. Para los que viven el celibato, éste adelanta
la realidad de una vida, que, no obstante continuar siendo aquella propia del
hombre y la mujer, ya no estará sometida a los límites presentes de la
relación conyugal (cf Mt 22,30). Para los que viven la vida conyugal,
aquel estado se convierte además en referencia y profecía de la perfección que
su relación alcanzará en el encuentro cara a cara con Dios.
Distintos desde el principio de la creación y permaneciendo así en la
eternidad, el hombre y la mujer, injertados en el misterio pascual de Cristo,
ya no advierten, pues, sus diferencias como motivo de discordia que hay que
superar con la negación o la nivelación, sino como una posibilidad de
colaboración que hay que cultivar con el respeto recíproco de la distinción. A
partir de aquí se abren nuevas perspectivas para una comprensión más profunda
de la dignidad de la mujer y de su papel en la sociedad humana y en la
Iglesia.
III. LA ACTUALIDAD
DE LOS VALORES FEMENINOS
EN LA VIDA DE LA SOCIEDAD
13.Entre los valores fundamentales que están vinculados a la vida concreta de
la mujer se halla lo que se ha dado en llamar la «capacidad de acogida del
otro». No obstante el hecho de que cierto discurso feminista reivindique las
exigencias «para sí misma», la mujer conserva la profunda intuición de que lo
mejor de su vida está hecho de actividades orientadas al despertar del otro,
a su crecimiento y a su protección.
Esta intuición está unida a su capacidad física de dar la vida. Sea o no
puesta en acto, esta capacidad es una realidad que estructura profundamente la
personalidad femenina. Le permite adquirir muy pronto madurez, sentido de la
gravedad de la vida y de las responsabilidades que ésta implica. Desarrolla en
ella el sentido y el respeto por lo concreto, que se opone a abstracciones a
menudo letales para la existencia de los individuos y la sociedad. En fin, es
ella la que, aún en las situaciones más desesperadas —y la historia pasada y
presente es testigo de ello— posee una capacidad única de resistir en las
adversidades, de hacer la vida todavía posible incluso en situaciones
extremas, de conservar un tenaz sentido del futuro y, por último, de recordar
con las lágrimas el precio de cada vida humana.
Aunque la maternidad es un elemento clave de la identidad femenina, ello no
autoriza en absoluto a considerar a la mujer exclusivamente bajo el aspecto de
la procreación biológica. En este sentido, pueden existir graves exageraciones
que exaltan la fecundidad biológica en términos vitalistas, y que a menudo van
acompañadas de un peligroso desprecio por la mujer. La vocación cristiana a la
virginidad —audaz con relación a la tradición veterotestamentaria y a las
exigencias de muchas sociedades humanas— tiene al respecto gran importancia.17
Ésta contradice radicalmente toda pretensión de encerrar a las mujeres en un
destino que sería sencillamente biológico. Así como la maternidad física le
recuerda a la virginidad que no existe vocación cristiana fuera de la donación
concreta de sí al otro, igualmente la virginidad le recuerda a la maternidad
física su dimensión fundamentalmente espiritual: no es conformándose con dar
la vida física como se genera realmente al otro. Eso significa que la
maternidad también puede encontrar formas de plena realización allí donde no
hay generación física.18
En tal perspectiva se entiende el papel insustituible de la mujer en los
diversos aspectos de la vida familiar y social que implican las relaciones
humanas y el cuidado del otro. Aquí se manifiesta con claridad lo que el Santo
Padre ha llamado el genio de la mujer.19 Ello implica, ante
todo, que las mujeres estén activamente presentes, incluso con firmeza, en la
familia, «sociedad primordial y, en cierto sentido, ‘‘soberana''»,20
pues es particularmente en ella donde se plasma el rostro de un pueblo y sus
miembros adquieren las enseñanzas fundamentales. Ellos aprenden a amar en
cuanto son amados gratuitamente, aprenden el respeto a las otras personas en
cuanto son respetados, aprenden a conocer el rostro de Dios en cuanto reciben
su primera revelación de un padre y una madre llenos de atenciones. Cuando
faltan estas experiencias fundamentales, es el conjunto de la sociedad el que
sufre violencia y se vuelve, a su vez, generador de múltiples violencias. Esto
implica, además, que las mujeres estén presentes en el mundo del trabajo y de
la organización social, y que tengan acceso a puestos de responsabilidad que
les ofrezcan la posibilidad de inspirar las políticas de las naciones y de
promover soluciones innovadoras para los problemas económicos y sociales.
Sin embargo no se puede olvidar que la combinación de las dos actividades —la
familia y el trabajo— asume, en el caso de la mujer, características
diferentes que en el del hombre. Se plantea por tanto el problema de armonizar
la legislación y la organización del trabajo con las exigencias de la misión
de la mujer dentro de la familia. El problema no es solo jurídico, económico u
organizativo, sino ante todo de mentalidad, cultura y respeto. Se necesita, en
efecto, una justa valoración del trabajo desarrollado por la mujer en la
familia. En tal modo, las mujeres que libremente lo deseen podrán dedicar la
totalidad de su tiempo al trabajo doméstico, sin ser estigmatizadas
socialmente y penalizadas económicamente. Por otra parte, las que deseen
desarrollar también otros trabajos, podrán hacerlo con horarios adecuados, sin
verse obligadas a elegir entre la alternativa de perjudicar su vida familiar o
de padecer una situación habitual de tensión, que no facilita ni el equilibrio
personal ni la armonía familiar. Como ha escrito Juan Pablo II, «será un honor
para la sociedad hacer posible a la madre —sin obstaculizar su libertad, sin
discriminación sicológica o práctica, sin dejarle en inferioridad ante sus
compañeras— dedicarse al cuidado y a la educación de los hijos, según las
necesidades diferenciadas de la edad».21
14.En todo caso es oportuno recordar que los valores femeninos apenas
mencionados son ante todo valores humanos: la condición humana, del hombre y
la mujer creados a imagen de Dios, es una e indivisible. Sólo porque las
mujeres están más inmediatamente en sintonía con estos valores pueden llamar
la atención sobre ellos y ser su signo privilegiado. Pero en última instancia
cada ser humano, hombre o mujer, está destinado a ser «para el otro». Así se
ve que lo que se llama «femineidad» es más que un simple atributo del sexo
femenino. La palabra designa efectivamente la capacidad fundamentalmente
humana de vivir para el otro y gracias al otro.
Por lo tanto la promoción de las mujeres dentro de la sociedad tiene que ser
comprendida y buscada como una humanización, realizada gracias a los valores
redescubiertos por las mujeres. Toda perspectiva que pretenda proponerse como
lucha de sexos sólo puede ser una ilusión y un peligro, destinados a acabar en
situaciones de segregación y competición entre hombres y mujeres, y a promover
un solipsismo, que se nutre de una concepción falsa de la libertad.
Sin prejuzgar los esfuerzos por promover los derechos a los que las mujeres
pueden aspirar en la sociedad y en la familia, estas observaciones quieren
corregir la perspectiva que considera a los hombres como enemigos que hay que
vencer. La relación hombre-mujer no puede pretender encontrar su justa
condición en una especie de contraposición desconfiada y a la defensiva. Es
necesario que tal relación sea vivida en la paz y felicidad del amor
compartido.
En un nivel más concreto, las políticas sociales —educativas, familiares,
laborales, de acceso a los servicios, de participación cívica— si bien por una
parte tienen que combatir cualquier injusta discriminación sexual, por otra
deben saber escuchar las aspiraciones e individuar las necesidades de cada
cual. La defensa y promoción de la idéntica dignidad y de los valores
personales comunes deben armonizarse con el cuidadoso reconocimiento de la
diferencia y la reciprocidad, allí donde eso se requiera para la realización
del propio ser masculino o femenino.
IV. LA ACTUALIDAD
DE LOS VALORES FEMENINOS
EN LA VIDA DE LA IGLESIA
15.Con respecto a la Iglesia, el signo de la mujer es más que nunca central y
fecundo. Ello depende de la identidad misma de la Iglesia, que ésta recibe de
Dios y acoge en la fe. Es esta identidad «mística», profunda, esencial, la que
se debe tener presente en la reflexión sobre los respectivos papeles del
hombre y la mujer en la Iglesia.
Ya desde las primeras generaciones cristianas, la Iglesia se consideró una
comunidad generada por Cristo y vinculada a Él por una relación de amor, que
encontró en la experiencia nupcial su mejor expresión. Por ello la primera
obligación de la Iglesia es permanecer en la presencia de este misterio del
amor divino, manifestado en Cristo Jesús, contemplarlo y celebrarlo. En tal
sentido, la figura de María constituye la referencia fundamental de la
Iglesia. Se podría decir, metafóricamente, que María ofrece a la Iglesia el
espejo en el que es invitada a reconocer su propia identidad así como las
disposiciones del corazón, las actitudes y los gestos que Dios espera de ella.
La existencia de María es para la Iglesia una invitación a radicar su ser en
la escucha y acogida de la Palabra de Dios. Porque la fe no es tanto la
búsqueda de Dios por parte del hombre cuanto el reconocimiento de que Dios
viene a él, lo visita y le habla. Esta fe, cierta de que «ninguna cosa es
imposible para Dios» (cf Gn 18,14; Lc 1,37), vive y se
profundiza en la obediencia humilde y amorosa con la que la Iglesia sabe
decirle al Padre: «hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). La fe
continuamente remite a la persona de Jesús: «Haced lo que él os diga» (Jn
2,5), y lo acompaña en su camino hasta los pies de la cruz. María, en la hora
de las tinieblas más profundas, persiste valientemente en la fe, con la única
certeza de la confianza en la palabra de Dios.
También de María aprende la Iglesia a conocer la intimidad de Cristo. María,
que ha llevado en sus brazos al pequeño niño de Belén, enseña a conocer la
infinita humildad de Dios. Ella, que ha acogido el cuerpo martirizado de Jesús
depuesto de la cruz, muestra a la Iglesia cómo recoger todas las vidas
desfiguradas en este mundo por la violencia y el pecado. La Iglesia aprende de
María el sentido de la potencia del amor, tal como Dios la despliega y revela
en la vida del Hijo predilecto: «dispersó a los que son soberbios y exaltó a
los humildes» (Lc 1,51-52). Y también de María los discípulos de Cristo
reciben el sentido y el gusto de la alabanza ante las obras de Dios: «porque
ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso» (Lc 1, 49). Ellos aprenden
que están en el mundo para conservar la memoria de estas «maravillas» y velar
en la espera del día del Señor.
16. Mirar a María e imitarla no significa, sin embargo, empujar a la Iglesia
hacia una actitud pasiva inspirada en una concepción superada de la femineidad.
Tampoco significa condenarla a una vulnerabilidad peligrosa, en un mundo en el
que lo que cuenta es sobre todo el dominio y el poder. En realidad, el camino
de Cristo no es ni el del dominio (cf Fil 2, 6), ni el del poder como
lo entiende el mundo (cf Jn18,26). Del Hijo de Dios aprendemos que esta
«pasividad» es en realidad el camino del amor, es poder real que derrota toda
violencia, es «pasión» que salva al mundo del pecado y de la muerte y recrea
la humanidad. Confiando su Madre al apóstol S. Juan, el Crucificado invita a
su Iglesia a aprender de María el secreto del amor que triunfa.
Muy lejos de otorgar a la Iglesia una identidad basada en un modelo
contingente de femineidad, la referencia a María, con sus disposiciones de
escucha, acogida, humildad, fidelidad, alabanza y espera, coloca a la Iglesia
en continuidad con la historia espiritual de Israel. Estas actitudes se
convierten también, en Jesús y a través de él, en la vocación de cada
bautizado.
Prescindiendo de las condiciones, estados de vida, vocaciones diferentes, con
o sin responsabilidades públicas, tales actitudes determinan un aspecto
esencial de la identidad de la vida cristiana. Aun tratándose de actitudes que
tendrían que ser típicas de cada bautizado, de hecho, es característico de la
mujer vivirlas con particular intensidad y naturalidad. Así, las mujeres
tienen un papel de la mayor importancia en la vida eclesial, interpelando a
los bautizados sobre el cultivo de tales disposiciones, y contribuyendo en
modo único a manifestar el verdadero rostro de la Iglesia, esposa de Cristo y
madre de los creyentes.
En esta perspectiva también se entiende que el hecho de que la ordenación
sacerdotal sea exclusivamente reservada a los hombres22 no impide
en absoluto a las mujeres el acceso al corazón de la vida cristiana. Ellas
están llamadas a ser modelos y testigos insustituibles para todos los
cristianos de cómo la Esposa debe corresponder con amor al amor del Esposo.
CONCLUSIÓN
17.En Jesucristo se han hecho nuevas todas las cosas (cf Ap 21,5). La
renovación de la gracia, sin embargo, no es posible sin la conversión del
corazón. Mirando a Jesús y confesándolo como Señor, se trata de reconocer el
camino del amor vencedor del pecado, que Él propone a sus discípulos.
Así, la relación del hombre con la mujer se transforma, y la triple
concupiscencia de la que habla la primera carta de S. Juan (cf 1Jn
2,15-17) cesa su destructiva influencia. Se debe recibir el testimonio de la
vida de las mujeres como revelación de valores, sin los cuales la humanidad se
cerraría en la autosuficiencia, en los sueños de poder y en el drama de la
violencia. También la mujer, por su parte, tiene que dejarse convertir, y
reconocer los valores singulares y de gran eficacia de amor por el otro del
que su femineidad es portadora. En ambos casos se trata de la conversión de la
humanidad a Dios, a fin de que tanto el hombre como la mujer conozcan a Dios
como a su «ayuda», como Creador lleno de ternura y como Redentor que «amó
tanto al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3,16).
Una tal conversión no puede verificarse sin la humilde oración para recibir de
Dios aquella transparencia de mirada que permite reconocer el propio pecado y
al mismo tiempo la gracia que lo sana. De modo particular se debe implorar la
intercesión de la Virgen María, mujer según el corazón de Dios —«bendita entre
las mujeres» (Lc 1,42)—, elegida para revelar a la humanidad, hombres y
mujeres, el camino del amor. Solamente así puede emerger en cada hombre y en
cada mujer, según su propia gracia, aquella «imagen de Dios», que es la efigie
santa con la que están sellados (cf Gn 1,27). Solo así puede ser
redescubierto el camino de la paz y del estupor, del que es testigo la
tradición bíblica en los versículos del Cantar de los cantares, donde
cuerpos y corazones celebran un mismo júbilo.
Ciertamente la Iglesia conoce la fuerza del pecado, que obra en los individuos
y en las sociedades, y que a veces llevaría a desesperar de la bondad de la
pareja humana. Pero por su fe en Cristo crucificado y resucitado, la Iglesia
conoce aún más la fuerza del perdón y del don de sí, a pesar de toda herida e
injusticia. La paz y la maravilla que la Iglesia muestra con confianza a los
hombres y mujeres de hoy son la misma paz y maravilla del jardín de la
resurrección, que ha iluminado nuestro mundo y toda su historia con la
revelación de que «Dios es amor» (1Jn 4,8.16).
El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en la audiencia concedida al infrascrito
Cardenal Prefecto, ha aprobado la presente Carta, decidida en la Sesión
Ordinaria de esta Congregación, y ha ordenado que sea publicada.
Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 31
de mayo de 2004, Fiesta de la Visitación de la Beata Virgen María.
+ Joseph Card. Ratzinger
Prefecto
+ Angelo Amato, SDB
Arzobispo titular de Sila
Secretario
1Cf Juan Pablo II, Exhort. Apost. post sinodal
Familiaris
consortio (22 de noviembre de 1981):
AAS 74 (1982), 81-191; Carta
Apost.
Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988):
AAS 80
(1988), 1653-1729;
Carta a las familias (2 de febrero de 1994):
AAS
86 (1994), 868-925;
Carta a las mujeres (29 de junio de 1995):
AAS
87 (1995), 803-812;
Catequesis sobre el amor humano (1979-1984):
Enseñanzas II (1979) - VII (1984); Congregación para la Educación
Católica,
Orientaciones educativas sobre el amor humano. Pautas de
educación sexual (1 de noviembre de 1983):
Ench. Vat. 9, 420-456;
Pontificio Consejo para la Familia,
Sexualidad humana: verdad y
significado. Orientaciones educativas en familia (8 de diciembre de 1995):
Ench. Vat. 14, 2008-2077.
2Sobre esta compleja cuestión del
género, cf también
Pontificio Consejo para la Familia,
Familia, matrimonio y «uniones de
hecho» (26 de julio de 2000), 8: Suplemento a
L'Osservatore Romano
(22 de noviembre de 2000), 4.
3Cf Juan Pablo II, Carta Enc.
Fides et ratio (14 de
septiembre de 1998), 21:
AAS 91 (1999), 22: «Esta apertura al misterio,
que le viene de la Revelación, ha sido al final para él la fuente de un
verdadero conocimiento, que ha consentido a su razón entrar en el ámbito de lo
infinito, recibiendo así posibilidades de compresión hasta entonces
insospechadas».
4Juan Pablo II, Carta Apost.
Mulieris dignitatem (15 de
agosto de 1988), 6:
AAS 80 (1988), 1662; cf S. Ireneo,
Adversus
haereses, V, 6, 1; V, 16, 2-3:
SC 153, 72-81; 216-221; S. Gregorio
de Nisa,
De hominis opificio, 16:
PG 44, 180;
In Canticum
homilia, 2:
PG 44, 805-808; S. Agustín,
Enarratio in Psalmum,
4, 8:
CCL 38, 17.
5La palabra hebrea
ezer, traducida como
ayuda, indica
el auxilio que sólo una persona presta a otra persona. El término no tiene
ninguna connotación de inferioridad o instrumentalización. De hecho también
Dios es, a veces, llamado
ezer respecto al hombre (cf
Esd 18,4;
Sal 9-10,35).
6Juan Pablo II, Carta Apost.
Mulieris dignitatem (15 de
agosto de 1988), 6:
AAS 80 (1988), 1664.
7Juan Pablo II, Catequesis
El hombre-persona se hace don en la
libertad del amor (16 de enero de 1980), 1:
Enseñanzas III, 1
(1980), 148.
8Juan Pablo II, Catequesis
La concupiscencia del cuerpo deforma
las relaciones hombre-mujer (26 de julio de 1980), 1:
Enseñanzas
III, 2 (1980), 288.
9Juan Pablo II, Carta Apost.
Mulieris dignitatem (15 de
agosto de 1988), 7:
AAS 80 (1988), 1666.
10Ibid., n.6,
l.c., 1663.
11Congregación para la Educación Católica,
Orientaciones
educativas sobre el amor humano. Lineamientos de educación sexual (1 de
noviembre de 1983), 4:
Ench. Vat. 9, 423.
12Ibid.
13Adversus haereses, 4, 34, 1:
SC 100. 846: «Omnem
novitatem attulit semetipsum afferens».
14La Tradición exegética antigua ve en María en el episodio de Caná
la «figura Synagogæ» y la «inchoatio Ecclesiæ».
15El cuarto Evangelio profundiza aquí un dato ya presente en los
Sinópticos (cf
Mt 9,15 y par.). Sobre el tema de Jesús Esposo, cf Juan
Pablo II,
Carta a las Familias (2 de febrero de 1994), 18:
AAS
86 (1994), 906-910.
16Juan Pablo II,
Carta a las familias (2 de febrero de
1994), 19:
AAS 86 (1994), 911; cf Carta Apost.
Mulieris dignitatem
(15 de agosto de 1988), 23-25:
AAS 80 (1988), 1708-1715.
17Cf Juan Pablo II, Exhort. Apost. post sinodal
Familiaris
consortio (22 de noviembre de 1981), 16:
AAS 74 (1982), 98-99.
18Ibid., 41,
l.c., 132-133; Congregación para la
Doctrina de la Fe, Instruc.
Donum vitae (22 de febrero de 1987), II, 8:
AAS 80 (1988), 96-97.
19Cf Juan Pablo II,
Carta a las mujeres (29 de junio de
1995), 9-10:
AAS 87 (1995), 809-810.
20Juan Pablo II,
Carta a las familias (2 de febrero de
1994), 17:
AAS 86 (1994), 906.
21Carta Enc.
Laborem exercens (14 de septiembre de 1981),
19:
AAS 73 (1981), 627.
22Cf Juan Pablo II, Carta Apost.
Ordinatio sacerdotalis (22
de mayo de 1994):
AAS 86 (1994), 545-548; Congregación para la Doctrina
de la Fe,
Respuesta a la duda acerca de la doctrina de la Carta Apostólica
«Ordinatio sacerdotalis» (28 de octubre de 1995:
AAS 87 (1995),
1114.